AFRODESCENDIENTES (I Parte)
Por: JORGE NÚÑEZ SÁNCHEZ en: El Telégrafo. Primer Diario Público. Guayaquil, Ecuador.
I
Las Naciones Unidas han declarado al 2011 como Año Internacional de los Afrodescendientes. Y un mínimo de consecuencia con nuestra propia historia exige hablar de nuestras lejanas raíces africanas, porque es bien sabido que toda la especie humana procede de África, continente en donde surgieron los primeros homínidos, que luego se regaron por el mundo. Para ponerlo en lenguaje bíblico, Adán y Eva eran africanos. En cuanto se refiere al continente americano, hay elementos que permiten afirmar que los primeros africanos llegaron a él mucho antes de la conquista europea. Los grandes monolitos de la cultura Olmeca, que inequívocamente representan cabezas de negros, son una de las principales pruebas de ello.
Los africanos llegaron al actual Ecuador con la conquista española. Una historia equívocamente escrita nos ha hecho creer que todos los conquistadores eran blancos y barbados, cuando, en realidad, eran gentes procedentes de muchos de los pueblos que formaban el imperio español: castellanos, moros, judíos, flamencos, germanos e italianos, entre otros. Basta leer la lista de los fundadores de Quito, grabada en piedra en el atrio de su catedral, para comprobarlo. En ella figuran los nombres de Pedro Salinas y de un tal Antón, sin apellido, a los cuales se los identifica como de color negro.
En todo caso, estos dos conquistadores negros no eran esclavos, puesto que la esclavitud se implantó en América algún tiempo después. Pudieron ser moros subsaharianos, es decir, habitantes de la España islámica, derrotada poco antes por los reyes católicos. O también africanos tomados como rehenes por los cristianos españoles, en medio de esa intermitente guerra irregular que mantenían los pueblos del uno y otro lado del Mediterráneo. Me consta que en el golfo de Huelva (donde se halla el puerto de Palos, del que salió Colón) se habla hoy mismo de familias locales de origen africano.
Pero todo indica que hubo más africanos, o descendientes de africanos, entre los conquistadores de Quito. Basta analizar los apellidos de los jefes de la hueste conquistadora, Diego de Almagro y Sebastián de Benalcázar, que originalmente debieron apellidarse Al Maghr y Ben Alcazar. Es decir, el uno procedía de una familia del Magreb, el norte de África, que hoy ocupan Marruecos, Túnez y Argelia, y el otro se llamaba Del Alcázar, aunque, de ser castellano, se hubiera apellidado Del Castillo.
Así, hilando fino y leyendo entre líneas, quizá podríamos encontrarnos con otros conquistadores españoles de origen africano. Y también, claro está, con judíos, flamencos y castellanos propiamente dichos. Entre los judíos estuvieron los Núñez, Sánchez y Carvajal, uno de los cuales, Rodrigo Núñez de Bonilla, fue uno de los grandes capitanes de conquista y futuro encomendero de Quito, ciudad de la cual fue también primer alcalde, en 1535. Y entre los nativos de Flandes (actuales Holanda y Bélgica), figuraron los frailes Jodocko Rikjie y Pedro Gosseal, y el militar Francisco de Londoño, futuro mariscal y fundador de un dilatado clan familiar que se extiende por los actuales Ecuador y Colombia.
II
La esclavitud fue la otra cara del colonialismo europeo. Casi extinguidos los indios del Caribe por los malos tratos de los conquistadores, estos buscaron mano de obra esclava en África para sus plantaciones tropicales americanas. Desde entonces, decenas de millones de africanos fueron secuestrados y esclavizados por los traficantes europeos, para alimentar ese vil negocio de carne humana.
Esos seres humanos eran raptados en sus pueblos de origen por bandas criminales venidas de Europa u organizadas en la misma África, y luego trasladados en los inmundos barcos negreros, sin consideración a su origen, nivel cultural o identidad personal. Para que entraran en mayor número en las bodegas, se los acostaba encadenados en el piso y uno junto a otro, como cucharas. Como se resistían a probar comida, se los alimentaba por la fuerza, usando embudos.
Muchos morían en el viaje y otros preferían lanzarse al agua antes que vivir en esclavitud. Ya en el puerto de destino, eran tasados y vendidos como animales domésticos, esto es, por su juventud, fortaleza o vivacidad, aunque entre ellos había sabios y hombres de cultura.
Para el colonialista, el negro era simplemente un esclavo, una especie de bestia con forma humana “creada por Dios para servir a sus amos blancos”, según decían los esclavistas. Pero para sí mismo era un ser humano victimizado por la violencia de sus opresores, un ser con sentimientos, lengua, dioses y sueños propios, que ansiaba constantemente la libertad. No es de extrañar, pues, que en la historia del colonialismo europeo en América se hallen como elementos estructurales de las diversas sociedades tanto la esclavitud cuanto la resistencia esclava, expresada en protestas, robos y delitos de sangre contra los amos y capataces, así como en fugas, levantamientos o formación de palenques y quilombos de negros prófugos.
“Para el colonialista, el negro era solo un esclavo, una especie de bestia con forma humana...”
También son testimonios de esa resistencia las formas de represión institucionalizadas por el sistema colonial contra la resistencia esclava, expresadas en leyes y mandatos legales, que detallaban y categorizaban tanto los posibles delitos de los esclavos cuanto las penas y castigos que debían merecer por ellos. En la culminación de ese proceso de institucionalización de la represión, se dictaron los famosos “Códigos Negros”, que buscaban normar todos los aspectos de la esclavitud en América Latina.
De ellos, el más opresivo fue quizá el Code Noir, promulgado en 1685 para las colonias francesas del Caribe, que daba al esclavo la categoría de un bien mueble sin ningún derecho personal, establecía durísimas penas para los esclavos fugitivos y daba al amo un ilimitado derecho de castigo; inclusive negaba a los esclavos el derecho al culto religioso, aunque obligaba a los amos a bautizarlos. En cuanto al ámbito español, el Código Negro carolino de 1784 era también bastante riguroso: disponía duros castigos contra los negros rebeldes o cimarrones, prohibía a los esclavos tener un peculio superior a la cuarta parte de su propio valor, así como efectuar legados a sus familiares; también impedía que los esclavos comprasen su libertad, sosteniendo que el dinero reunido por estos era generalmente fruto de robos o de prostitución.
III
La esclavitud de los negros fue un elemento central del sistema colonialista. Sin ella, no hubiera existido la economía de plantaciones y ninguna de las potencias coloniales se hubiera enriquecido con la agricultura tropical. Es más, fue gracias a la esclavitud que Inglaterra, Francia, Holanda, Portugal y hasta Suecia lograron su primera acumulación de capital, que luego permitió a la mayoría de esos países dar el salto a la industrialización. La mayor expresión de ello fue el “comercio triangular”: los comerciantes europeos iban al África a cazar esclavos o los compraban a los reyezuelos africanos, pagándolos con herramientas, armas y chucherías; luego trasladaban esos esclavos hacia América y los vendían a los plantadores; con esa mano de obra esclava se producían azúcar, café, cacao, tabaco o especias en América, que luego eran llevados a Europa para ser distribuidos por el Viejo Mundo.
Empero, más allá de esa brutal realidad socioeconómica consagrada por el sistema colonial, supervivía otra realidad, no menos significativa: era el espacio de la conciencia social de los esclavos, que se percibían a sí mismos como unos seres humanos oprimidos por la violencia, degradados por la injusticia del mundo y la sevicia de sus amos, y merecedores de mejor trato, en tanto que “seres racionales e hijos de Dios”.
Así, un esclavo quiteño de fines del siglo XVIII, Mariano Chiriboga, pidió a las autoridades que le cambiaran de amo, pues bajo el poder del cura Maximiliano Coronel había “padecido los mayores maltratos y tormentos que pudiera una criatura humana que, si no hubiera sido por haber concertado la gran misericordia de Dios, ya hubiera pasado de esta presente vida a otra”.
Según refiere el historiador francés Bernard Lavallé, otros dos esclavos, Claudio Delgado y Bonifacio Isidro Carvajal, denunciaron por la misma época la brutalidad con que eran tratados los negros en las minas de oro de Barbacoas (actual Colombia), en especial “... la impía crueldad del capitán y apoderado Honorio Estupiñán ... y con este motivo no cabe explicación de la sevicia que hemos tolerado aun cuando por tinta corriera la sangre de nuestras venas”.
Delgado denunciaba, por su parte, la terrible situación de su esposa, que se hallaba “convaleciente de un novenario de azotes a ciento, hasta dejarla inhábil, tanto que al curarle iba echando trozos de carne por las partes verendas”.
Además de esas voces testimoniales del dolor humano, en los archivos existen también valiosas pruebas de esa conciencia de humanidad que poseían los esclavos y que les impelía a luchar por todos los medios para liberarse de la esclavitud o, al menos, evitar los maltratos y alcanzar algún resquicio de libertad personal.
Juliana Villacís, una negra quiteña, escribía en 1801: “Los esclavos somos las personas más miserables y penosas, pero racionales y de la especie humana, cuya servidumbre es contra naturaleza...”.
Y el esclavo Francisco Carrillo argumentaba, por la misma época: “No nos falta otra cosa sino es quitarnos esta color morena oscura e infeliz, pero en la que sea alma racional y sensitiva, tiene igual el amo como el siervo”.
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